martes, marzo 18, 2008

Como en las películas

Hay una película que se llama "La suma de todos los miedos". Nunca la he visto, el nombre no me tienta en lo absoluto. Pero hay una cosa, una sola, que me llama la atención y es porque me suena a algo conocido y que, nada de extraña la coincidencia, he leído en los blogs de mis mejores y más queridas amigas: estamos todas aterradas. Para A, la suma de todos los miedos, las responsabilidades y las independencias terminó por sumirlo en un sopor del que está saliendo a punta de paseos en bicicleta, amor y tardes comiendo ensaladas y frutas. Yo aún no descubro la manera de sacudirme esta modorra que se ha ido apoderando de mí; estoy lánguida, olvidadiza, insegura. Tengo una buena estrella que me sigue y no me suelta: thank you very much, como diría la fabulosa Keira en su última maravillosa película llena de secuencias de comercial de perfume, insuperable, hermosa. Bueno, la estrella que me acompaña me debería dar la suficiente seguridad como para terminar estas últimas dos semanas sin desfallecer ni morir en el intento, sin repetir ni equivocarme, y luego lanzarme a la vida del vacacionista y turistear junto a A por las calles de Río de Janeiro, en medio de un abril cálido y húmedo.
A la vuelta nos espera el otoño frío y todas las incertidumbres: todas juntas. El trabajo, el dinero, la escuela y las responsabilidades adquiridas y aún por adquirir. El miedo a envejecer transformada en un soldado que asume su condición con resignación a los 22 años y yo me niego profunda y rotundamente a terminar diciendo "me acostumbré", o "ya superé esa depresión y asumí que no tengo vida": jamás. Quiero tiempo para echarme bajo un árbol a mirar las hojas moviéndose con el viento tibio antes de la lluvia y que, de vez en cuando, me aburra por no tener nada que hacer, porque al rato me ataca la creatividad y estoy haciendo origamis, escribiendo en este abandonado blog, leyendo los libros que juntan polvo y arañas, organizando onces con pan tostado, huevo y queso; jugo en sobre y muchos cigarros. Volví al vicio también; con el tiempo me puse compulsiva, obsesiva, iva , iba, y todo lo demás. Veo Los Simpson: Millhouse y Bart toman una malteada hecha íntegramente de jarabe y yo quiero sentarme a tomar pisco sour o ese trago exquisito con nombre atroz, "sueño rosado" o algo así, que tenía ron y leche y unas guindas con que S decoró nuestros vasos. Pero Millhouse y Bart tenían una sobredosis de azúcar y viajaban a Las Vegas a vivir buenas aventuras, medio drogados y al borde del coma diabético. No quiero quedar en coma, pero sí volver a despreocuparme de todo, mientras miro el techo, las paredes o el librero a medio llenar; sin pensar en los turnos, en la mañana-tarde-noche perdidos, encerrada entre tantas paredes que no me dejan ni observar el paso del día. Llego con falda porque anuncian 31 grados, pero siento todo el día la misma temperatura: ni frío ni calor, así de simple. Ni frío ni calor. Aquí siento eso, a ratos no siento nada. A me dice que me explotan, yo le digo que no quiero escuchar nada parecido a eso, porque ésto ya se convirtió en una carrera y recordé el último kilómetro de los 10k de hace un par de años: iba muerta, pero sólo quería llegar. Corrí como pude y llegué, una vez en el final, nada de lo demás importa: ya llegaste.

sábado, diciembre 08, 2007

temporada de conciertos

Hay gente que nunca ha ido a un concierto. Eso es algo que me cuesta entender. A mí pasa que alucino, desde que veo el aviso en robamaster, saco las cuentas, compro, espero, veo la previa en los medios, algunas entrevistas, y el día del concierto me apronto, reviso la bencina del auto, planeo la estrategia para llegar a la hora, no perderme nada, nada. Los conciertos son eso a lo que llamo inversión. El único momento en que gastar plata no me pesa, porque valen siempre la pena.
El primer concierto al que fui, fue el de Alanis. Yo era fiel fan, es que el jagged little pill era otra cosa y en el 96 dejó la cagada en todos lados. Yo fui, acompañada de mi madre - no tengo idea de dónde sale tanta paciencia materna - que después me compró una coca-cola a la salida del caupolicán. He ido a ver de todo, la verdad, he sufrido llegando temprano, llegando tarde, corriendo porque la primera canción está comenzando. Y este año, haciendo un recuento, he ido como a cinco conciertos. Aunque, sin dudas, el más esperado por mí, por J y por muchos más, es el de El Salmón: mañana.
Recuerdo a la dan cuando fue a ver a Björk y se sentía rara, ansiosa. A mí me pasa lo mismo. Hay canciones de Andrés que me hacen llorar, cantar, gritar, volverme loca, saltar, qué sé yo. Y mañana, desde la fila 17 en vip top - qué nombre más aparatoso - podré verlo desde cerca, escucharlo y gritar como enferma hasta perder la voz. Qué ganas de que sea mañana, qué ganas de ver cantar a Calamaro.

lunes, octubre 29, 2007

apartados

Las cartas le dijeron a Jennifer que estos meses se nos venían duros. Y yo lo sé muy bien, porque estaba detrás de la baraja, medio borracha, pero feliz, pronosticando porvenires. Le dije que cada una iba a comenzar a hacer sus propias búsquedas, algo así como trazar lentamente el futuro, pero que iba a primar nuestro gran amor. Ya cumplí veintidós y hoy nos encontramos, como siempre, pero afuera de un edificio corporativo en donde los guardias nos miraban, pensando que nos íbamos a infiltrar en copesa, robar la imprenta del año uno que está en la entrada, asesinar un par de periodistas y luego correr hacia el metro ñuble a empujar santiaguinos para encajarlos en los nulos espacios vacíos del metro. Feliz habría estrangulado al tipo que nos comentó de las bondados de las ensaladas hipocalóricas del verano, que nos permitirían mantener la línea o al menos la decencia. Como si ya no fuera suficiente esto de comprarse zapatos que rompen los pies y tratar de hacer combinar el pantalón negro clásico, con alguna blusa perdida en el clóset. Nos hicimos la idea, creo, de reunirnos en el happy hour, como viles oficinistas, a conversar de la vida mientras ésta se nos pasa entre puros aconteceres poco motivadores. Salvo tu presencia, que siempre me entusiasma, a pesar de las peripecias en taxi, los trabajos que no quiero hacer y el verano que no me quiero perder. Por mientras, sueño con que nos pasemos unos días de sol, paseando por la playa como las pequeñas vacaciones pasadas.

Sofía da segundas oportunidades, Daniela volvió al buen camino: las cosas parecen equilibradas otra vez.
Siempre hago balances cuando cumplo año y ahora se me olvidó, un poco abrumada por las responsabilidades, pero lo pensé con claridad ese día miércoles, cuando fui a dormir. Fue un año intenso, pero tan bueno. Desde el verano, cuando supimos de la existencia breve de Benjamín, al que ahora queremos disfrazar para sacarle muchas fotos. Las idas y venidas de Jen y sus inagotables ganas de volver a creer en ese ser al que, por fin, terminó de querer y empezó a olvidar. De todas maneras me debe un kuchen de manzana y un té de mango. No sabe nada con quién se metió, porque lo cobraré. Luego, Daniela pareció desaparecer del registro, hasta que nos reencontramos. Y así fuimos pasando por el departamento de Abate echando chuchadas y reconciliándonos con nuestros cortos años, las labores, la amistad y el amor, hasta hoy, donde respiramos más aliviadas. No se me ocurre qué más nos puede esperar, salvo bondades. Después de un año duro, no nos podemos merecer menos.


miércoles, octubre 10, 2007

¿Qué hemos hechos con nuestros veintes?

Mientras Amy Winehouse se emborracha, se droga, se quiere suicidar, compone, canta de manera impecable y se vuelve famosa, cumple apenas 24 ó 25 años, con Jen pensábamos en qué cosa buena habíamos hecho a nuestros 21 y 23 años, considerando que la señorita Winehouse ya tiene dos discos. Entonces nos percatamos de que hemos hecho bastante poco. Y, aunque podemos decir que nos emborrachamos de vez en cuando, no podemos decir que somos demasiado aporte. Así que ya verán.

Por mientras, esta canción con un curioso parecido a la interpretada por Marvin Gaye.

domingo, septiembre 23, 2007

pendientes


J quiere pintar su pieza de color verde. S reclama porque tiene demasiados pendientes en su lista y resulta que yo también. Pendientes los trámites, los exámenes médicos, las salidas. Diría que tenemos pendiente una tarde en La Isla, pero dada nuestras incipiente adicción al trago a bajo costo, optamos por la prohibición. Con S empezamos a trotar y guateamos. Categoría: pendiente. Hasta hoy, que P - antiguo partner de carreras - me recordó el compromiso adquirido el año pasado luego de correr el 10k y llegar reventados, pero cruzar la meta con un buen número detrás. No fuimos los últimos. Recuerdo que dije que iba a comprar zapatillas óptimas para el footing: pendiente hasta hoy. P me motivó y yo ahora prometo que voy a volar y correré los 10 kilómetros en velocidad record. Espero no agregarlo a mi lista de pendientes. Pero ese día de noviembre, ay, que fuimos felices. Dejamos de fumar, bajamos un par de kilos con el entrenamiento y pudimos decir que corrimos. Fuimos animados por go go dancers, gatorade y una vieja a punta de cacerolazos, que salió a animar a los corredores con poco aliento y nula moral. Llegamos. Si hasta el vetusto Hermógenes pasó por nuestro lado. Ni vimos pasar a Velasco, a quien las señoras adulaban por sus buenas piernas. Lo pasamos bien. Después, comimos naranjas y plátanos y nos dieron masajes en las piernas. Afortunada decisión fue la de la depilación el día anterior, aunque no recordaré a la principiante que me atendió y que me hizo decirle "por favor, te pago, pero déjame ir", Me miró con tristeza y me dijo "esto ya me ha pasado antes" y le dije que me parecía obvia la razón.
Lo pasamos bien. Con P dejamos el alcohol por una pequeña temporada y el trasnoche, para estar en óptimas condiciones. Un día dije que iba a dejar de fumar, pero la promesa quedó para adornar la lista de pendientes. Ahora que me sacaron dos muelas del juicio, aprovecharé el impulso y limpiaré mis pulmones y, de pasada, mi estresado corazón. Oh!. El electrocardiograma: pendiente.
Hay cosas, sin embargo, que he ido tachando y eso me gusta. ¿Te acuerdas, J, que dije que algún día terminaría por hacer algo, tal vez guiada por un arranque irracional o la pura bacanidad que se apoderaría de mí en un instante? Bueno, lo hice. Te seguí el consejo, curita Gatica, así que ya no me puedes recriminar.
Me calendaricé de aquí hasta la corrida, el 11 de noviembre. Tengo pruebas, trabajos, un examen de francés que me agobia y uno en El Mercurio que me preocupa menos de lo que debiera. Tengo cumpleaños, el mío incluido, y una larga lista de pendientes que , desde hoy, voy a empezar a tachar porque mi corazón es frágil y se estresa y me quiero evitar el salto cardíaco en los momentos más ridículos del día. Voy a prestarle manos a J para pintar su pieza, mover los muebles, romper ese collage que odié, a pesar de que ella le tiene cariño, y tal vez hasta podamos ir a cambiarle pañales a B y así tachamos otro pendiente y ayudamos a S que ya se debe estar acostumbrando a las labores maternas delegadas de P, estresada también.
Voy a ponerme al día con St, iré a visitar a M y a sus niños que deben estar gigantes, voy a ir con mi abuela al cine, porque lo tenemos pendiente hace casi un mes y le regalaré algo lindo a mi madre para su cumpleaños. Voy a dormir para empezar mañana mismo, el lunes, así como las dietas - que también debería empezar, el eterno pendiente - a ver si consigo terminar lo que debo y dejar de llenarme de pendientes en los post it que pego y pego en mi calendario multicolor.

lunes, septiembre 10, 2007

los transeúntes

La inminente llegada de Benjamín nos tiene convulsionadas. El celular encendido toda la noche en espera de la llamada de Sofía avisando que es tía, que el niño se parece a su madre, que están felices, que partamos a la brevedad para la celebración en el hospital de Av. Matta con Santa Rosa, me hizo recordar las extrañas circunstancias en que hemos ido llegando al mundo mis amigas, mis queridos y yo. Producto de las irregularidades, los cálculos errados, los azares, hemos aparecido a (sobre)poblar un mundo hostil, una ciudad cada vez más oscura, una casa cada vez más ajena. Con Jen estamos convencidas de que la maternidad no es lo nuestro y que, finalmente, nuestro deambular por la vida responde al temor a la enorme responsabilidad que significa traer un crío al mundo y el miedo a desatarle los peores traumas y dolores. Somos hijas de padres transeúntes, que pasean de vez en cuando por la casa, y de madres que han tenido que lidiar con el hecho de verse solas la mayor parte del tiempo. Para bien o para mal, la figura paterna parece un fantasma que pena y tira los pies cuando duermes, incomodando semana por medio. Pienso en Benjamín y en Pamela que, dados los mismos porfiados azares, deberá criar a su hijo con un padre que no es el que se hubiera esperado y, bajo la lógica del "es lo que hay", deberá arreglárselas al igual que un montón de otras mujeres como nuestras madres, tías, vecinas y abuelas. Nada nuevo, pequeña.
El fin de semana me fui a la playa. Con Amir fuimos de paseo y visitamos nuestras antiguas casa de El Quisco. La suya, enrejada y con alarma, mira directo al mar. La de mi abuelo, donde pasé gran parte de mi infancia, lucía deteriorada, de un color horrible y en nada se parecía a la enorme casa a la que fuimos todos los veranos hasta mis doce y que tenía un jardín lleno de tilos, cardenales y duraznos. En esa casa una vez casi sufrimos un par de accidentes. A mi hermano casi se lo traga la tierra - en un sentido completamente literal - y yo casi me ahogo en la piscina. En ambas ocasiones nos salvó mi padre. Miré la casa con nostalgia y recordé las fotos que encontré con el tiempo, medias viejas, medias amarillas. Éramos felices. Bastante felices. Entonces caí en cuenta de los errores que hemos cometido, la falta de perdón, el imposible olvido, el orgullo y el dolor que nos ha traído el tiempo. No sé qué hubiese preferido llegado el momento: el transeúnte o la inexistencia de mi padre.
Pienso en Pamela y en Benjamín y en la horda de tías que sólo quieren darle amor y evitar bajo toda circunstancia que sufra, que se sienta solo, que crea que no es importante o que fue un error. A Benjamín lo esperamos con los brazos abiertos y una montaña de amor sólo para que sea feliz. Para que sus recuerdos, cuando tenga nuestros veintitantos, estén llenos de buenos momentos y que valore el esfuerzo y el amor de su pequeña madre, de su tía que no le va a quitar los ojos de encima, de su joven abuela y de las amigas de Sofía que ven en este pequeño la oportunidad de reivindicarse lentamente con la posibilidad de encontrarse con las niñas que creían que el amor podía resultar y que podríamos armar nuestras propias familias sin cargar con las penas que tenemos encima. Pienso como tú, Jen, y por eso comparto tus palabras más allá de decirte que creo lo mismo. Esperamos a Benjamín porque le va a cambiar la vida a una de nuestras mejores amigas, porque lo ha estado soñando desde hace nueve meses y porque nos ha llamado emocionada, para que reconozcamos el rostro del pequeño Benjamín en la pantalla del computador y porque tiene su boca, según nosotras y, finalmente, el amor de un montón de mujeres para las que él no será un transeúnte más en la casa, sino que será el más importante.

martes, septiembre 04, 2007

La historia de mi viejo

José Miguel Cares y sus días en la cárcel

“No me puse feliz cuando volvió la democracia”

Ese día martes 11 de septiembre de 1973, José Miguel y Rodrigo Cares fueron a la Escuela Francisco Andrés Olea, en Avenida Matta, como todos los días. Antes del 11, la vida transcurría entre la escasez y la precariedad que se había instalado en la vida de buena parte de los chilenos de entonces. Cuando había suerte, un vecino receptor de mercadería los invitaba a elegir algunas porciones extra; lo que les significó, un par de veces, salir arrancando arriba del auto, con las puertas apenas cerradas, de una multitud enardecida que reclamaba a sus espaldas.

A los once años, José Miguel jugaba con una pelota destripada y compartía un par de zapatillas con Rodrigo, su hermano cuatro años menor; además de una bicicleta y los recuerdos de la infancia en los departamentos del paradero uno de Santa Rosa, lugar al que llama “la población”. A veces José Miguel vuelve a esas calles, a veces. A veces conversa con los amigos que se quedaron ahí, en otras ocasiones visita a Claudio, con quien escalaba montañas y a Toño, quien regresó del exilio con un acento gringo, el pelo largo y suelto y una curiosa pinta de hippie moderno.

Ese 11 de septiembre José Miguel sintió ruidos. Veía la gente correr de un lado para otro, desconcertada. Vicente, su padre, fue a buscar a los hermanos a la Escuela, para esconderse en su hogar. Reunidos, los dos niños y su padre subieron al techo del edificio. Junto a los vecinos, verían cómo humeaba la Moneda, mientras en el cielo pasaban los aviones y los helicópteros, disparando.

El miedo, entonces, fue una constante. Algunos vecinos fueron desaparecidos. Otros, anónimos, eran descubiertos en la mañana por Avenida Santa Rosa, con el cuerpo abierto, regados por las calles sin orden ni sentido. José Miguel creció escapando de las balas que atravesaban los departamentos, su barrio y su gente.

Los años en la Universidad Técnica del Estado

Para 1981, Lorena y Claudia se habían integrado a la familia. La última, hija de Vicente con Teresa, la empleada de la casa donde vivió con Sonia hasta 1985, momento en que ella lo dejó y se trasladó al departamento de Avenida Portales, con sus tres hijos a cuestas y un matrimonio para dejar en el olvido.

José Miguel, de diecisiete años, se incorporaba a la Universidad Técnica del Estado, a estudiar Ingeniería civil. “La cosa estaba muy polarizada porque había muchísima gente de izquierda. Existía el FUAN, que era una agrupación infiltrada en la UTE, que llevaba los soplos. El día del golpe mataron a mucha gente, pero después se calmó. Había tensión, pero en ese momento lo que hacían era expulsar, suspender”. Un año más tarde sabría con certeza lo que Jorge O`Ryan Balbontín, rector designado, era capaz de hacer por la patria y la seguridad de la Universidad.

En ese ambiente hostil, José Miguel se las ingeniaba para reunirse con Gina, su pareja de entonces y actual mujer, en los ratos libres. Pasaban las horas en la Universidad o en la Quinta Normal, donde se ubica – hasta hoy – la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, donde Gina estudiaba Tecnología Médica. Se conocieron en El Quisco el verano del `79 por los azares de la vida y, salvo esporádicos eventos, no se separaron más.

Diecisiete días

Pancho trabajaba como administrador de unos locales de fruta en la Vega Central. Gracias a ese trabajo, logró comprar un auto, un Daihatsu Cuore. Se lo entregaron el 10 de septiembre de 1982. Feliz, partió a la población a mostrárselo a sus amigos y a invitarlos a comer pollos al Manina, en Portugal con Avenida Matta. A pesar de las advertencias, José Miguel, Claudio, Toño, Alexis y dos amigos de Pancho salieron esa noche. “Nos tomamos unos tragos, comimos, nos fuimos como a las 11. Íbamos cantando unas canciones de la radio, cuando vimos que unos autos nos empezaron a seguir y nos dispararon. Pancho dobló donde pudo, paramos y comenzamos a discutir con los tipos que se bajaron de los autos”.

Una vez abajo, vieron cómo los hombres – no recuerda cuántos – disparaban al cielo, también al suelo. Los hicieron acostarse en la calle, les pegaron. Contra la muralla, les aplicaron corriente. Revisaron el auto y luego los llevaron a la comisaría. Los pusieron al lado de cajas con panfletos y bombas molotov. Habían sido cargados. “Éramos siete personas en ese auto. Las cajas que nos acusaban de portar no cabían en el auto, incluso sin nosotros dentro”, recuerda entre risas. Con varios cargos en contra, los llevaron detenidos a la Cárcel Pública de Santiago. Uno de ellos, que hasta hoy sorprende a José Miguel, fue el cargo de intento de derrocamiento al gobierno militar.

Pasaron por la Primera y la Quinta comisaría. Luego llegaron a la cárcel que se ubicaba en Pedro Montt y que fue demolida a principios de los años `90, por su ruinoso estado y la estrechez de sus instalaciones. Ocho años antes del cierre definitivo del penal, José Miguel y sus seis amigos pasaron diecisiete días de incertidumbre tras las rejas.

Los Terroristas

“No sé cómo, pero cuando llegas a la cárcel todos saben por qué estás ahí. A nosotros nos decían los terroristas; y eso que nunca he tomado un arma en mi vida”, comenta, mientras Gina le lleva una taza de té a la mesa.

En la entrada de la primera comisaría se encontraron con un par de prostitutas que iban saliendo. Por la ventana les lanzaron papeles con los números telefónicos y les pidieron avisar. Así fue como las siete familias y toda la población, se enteraron de la suerte que corrían los muchachos. Sonia le decía a Gina que José Miguel estaba durmiendo, había salido o estaba estudiando. Hasta que Gina fue a buscarlo y comprobó con sus propios ojos que José Miguel llevaba días sin llegar a su casa. Lloró de ahí en adelante, incluyendo su cumpleaños, el 24 de septiembre, hasta que lo vio de vuelta, casi a finales de mes.

Los llevaron a constatar lesiones. Magullados, como iban, fueron ignorados por el médico quien les dijo “ustedes no tiene nada” y volvieron a su celda, la número siete, de donde habían sacado a punta de culatazos a sus antiguos moradores.

En la cárcel les tenían respeto por ser “terroristas”. La conveniencia les impidió desmentir la versión y lograron la custodia de uno de los reos más temidos del pabellón. Con varios muertos a cuestas, “El Peineta”, como le llamaban, pasaba su cadena perpetua vigilando a los reclusos y ganándose unos pesos en la cocina que había implementado y a la que sólo pocos tenían acceso. José Miguel y sus amigos le pagaban por comida y resguardo.

En la población instalaron civiles de punto fijo. Mientras, la familia de José Miguel iba a visitarlo. Gina nunca quiso ir a verlo. “Era demasiado terrible”, comenta mientras toma té a su lado. Las familias contactaron varios abogados. Fueron a la Vicaría de la Solidaridad y a todas las instancias que tuvieron al alcance.

En la cárcel, los siete “terroristas” asistieron a un comparendo. “Eran puros borrachos que dijeron que habían sido ellos quienes nos tomaron detenidos y que corroboraban que estábamos haciendo atentados. Yo sabía que no habían sido ellos. Los habría reconocido de haberlos visto”. Los días pasaban y, salvo visitas, no sabían de nada más. Los culpaban de cargos graves, la sentencia podía ser dictada en su contra fácilmente. Una noche, en la celda, conversaron del futuro. Recordaron una de las primeras noches, cuando llegó un nuevo detenido, acusado de violar a su hija de nueve años. La bienvenida de la celda los tuvo con los ojos abiertos toda la noche escuchando los quejidos y el llanto del nuevo reo. “Si nos dejaban presos, íbamos a tener relaciones entre nosotros, para llegar cala`os. Nos iban a agarrar igual y era mejor estar preparados. Así lo decidimos”. La cara le cambia cuando recuerda. Sus hijos, de veinte y veintiún años desconocían este detalle y lo miraron con impresión cuando él se los contó durante un almuerzo, como si fuera algo sin importancia.

Luego de diecisiete días y, sin saber por qué, los llevaron a calabozos individuales y los mantuvieron incomunicados durante doce horas. Sin luz y apenas con un poco de comida rancia y agua, José Miguel permaneció inmóvil y lloró, como otras veces durante su estadía en la cárcel. Una vez que los sacaron de las celdas, vieron con alegría que sus familias y la población completa venían a buscarlos. Hicieron una fiesta cuando volvieron a casa. Al poco tiempo Toño partió a Australia, desde donde regresó hace pocos años.

De vuelta en la Universidad Técnica del Estado – que al año siguiente cambiaría su nombre a Universidad de Santiago de Chile – se encontró con la suspensión por un semestre. Jorge O`Ryan Balbontín, conocido por su crudeza, no permitió que los jóvenes procesados volvieran de inmediato. Además le quitaron las becas.

A finales de 1988 se tituló como Ingeniero en Ejecución Química, carrera a la que se cambió luego del nacimiento de su primera hija, tres años antes. La urgencia por terminar los estudios y comenzar a trabajar, provocó el cambio. Al año siguiente, el esperado plebiscito devolvió el poder al país, finalizando diecisiete años de dictadura militar. “A mí no me importó. Volver a la democracia no me hizo feliz, el daño ya estaba hecho”.

Durante un almuerzo familiar, José Miguel lamentó no haber declarado en la comisión Valech. Su hija mayor le recordó que ella misma lo había instado y él había rechazado la idea para evitar el dolor de traer todos los duros recuerdos a su memoria una vez más. Gina le dijo que tal vez reabrirán la comisión. José Miguel cree que tal vez sea bueno contar su historia.

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